La dama del bosque (o cómo aprecié tu dulzura)
Yo tenía diez años y jugaba a corretear nubes invisibles en las noches de mis sueños. En mis días, caminaba un kilómetro para llegar a la escuela… La rutina a la que mi infancia fue sometida, me hacía recorrer el trillo a la misma hora. 6:29 debía pasar por aquel frondoso cedro, o de lo contrario llegaría tarde. Al regreso, si no pasaba por allí antes de las 1:20 pm las probabilidades de mojarme eran muy grandes. Las lluvias tormentosas hacían de las suyas en las tardes de abril hasta por diez horas continuas. Podría considerarse que era yo, en aquel entonces, un experto en la materia, habiendo recorrido el mismo camino al menos cuatro años para ese momento, y al menos diez más hasta que emigré a la ciudad.
Todos tenemos rutinas. La mía era llegar a la 1pm a aquel árbol y adentrarme en el bosque. En él, había un árbol de nazareno bajo el cual, en ese mes del año, normalmente florecían mis ideas bajo su sombra y crecían las alas de mi imaginación. Recuerdo como si fuese ayer, la tarde en que olvidé mi cuaderno de dibujo mientras huía a la lluvia que perseguía el granizo del sereno de aquel momento. Para mi sorpresa, dos días después, al regresar, había una bolsa que contenía mi cuaderno, y junto a él una pequeña nota que decía “no quería que dejaras de escribir… no pude evitar que se mojara, pero intenté cuidarlo lo más que pude. Escribe más. Me gustó leerte. K…”
Durante muchos abriles recorrí esos bosques esperando encontrarla. Me refiero a verla, a poder haberla abrazado y hablado como las palabras que intercambiabamos. Me hice adolescente y me fue imposible. A veces encontraba notas las cuales yo en mi infancia e inocencia contestaba con ideas e ilusiones. Con los años las palabras me fueron acercando a esa niña que se escondía mientras crecía, en el bosque en abril con tal de observarme escribir y poco a poco ella también se convirtió en aventurera de palabras. El romance de las hojas de cedro caer, la tristeza de la muerte de los árboles de caoba y olivo nos llenaban a ambos de nostalgia…Sus historias, las disfrutaba tal como las mías con la diferencia del silencio e incertidumbre de no saber quien era. Aun así, mi romántico corazón se enamoró de ese ideal de lo que ella representaba. Era una amistad que creció a un romance pero ella me decía que me quería y aun así, nunca aceptó verme…
Las rutinas se construyen…Y también se desvanecen como la arena ahogándose en el mar. La última vez que supe de ella, su nota decía “no quiero que dejes de escribir…pero viajo a la ciudad y debes olvidarme. Gracias por leerme y entenderme. Gracias por dejarme quererte secretamente como nuestra rutina. La guardaré conmigo, espero que tu también…” Nunca más supe de mi dama del bosque. Tres años después, aquel Nazareno cayó luego de una de las tantas tormentas de abril. Con el tiempo, en su lugar creció un pequeño arce. A veces camino aquel bosque de mi pueblo y recuerdo con cierta alegría la inocencia de una niña y un niño jugando a quererse entre el miedo de conocerse. Entonces sonrío, aún lo hago, porque no hace falta un beso o un abrazo para apreciar la dulzura de los actos de esa chica, que moldeó mi juventud y me preparó para viajar a la ciudad y continuar escribiendo…