El herrumbre (o tu humedad sobre mi cuerpo)
Recién comenzaba una nueva semana. Había sido un dificil enero, que cerraba mejor que un dificil diciembre. Al levantarme de la cama e intentar entrar en mi pantalón noté una pequeña moneda de 500 colones. Herrumbrada, torcida y algo maltratada pero con un claro valor. Me dejó pensando por algún momento. Recordé entonces aquel verano del ’77 donde era tan solo un menudo chaval corriendo por el campo de aterrizaje en Buenos Aires de Perez Zeledón.
Creí por primera vez haber encontrado la respuesta a la angustia de mi padre, y por ende de aquel cachorro que cuidaba de él desde que mi madre lo había abandonado. No lo culpo; la muerte de ella no era esperada. No le quedó más que lidiar con un amigo involuntario: soledad. Con el tiempo entendí que aquella mascota era más que un mero animal para mi padre. Era el enlace entre la cordura y la tortura. Me tomó treinta y siete años entenderlo.
La brisa por la ventana semi abierta regresaba el aroma del herrumbre a mi realidad la noche que siguió. Mi padre se había ido, las mascotas con él. El herrumbre era, hasta cierto punto, como la sal de aquel cuerpo prohibido, cuya esbelta figura espiritual derretía con mayor potestad que la necesidad de la tangibilidad. “Amor“, suspiraba al oído la chica del viento, y el castillo de arena se destruía. Caía el sudor al frente del templo de su tierra fertil, y las palabras que se perdían en la religiosidad de la noche; el sexo, no era sexo, y los gritos ya no eran una maldición.
Como el herrumbre en las vías del tren al Atlántico, sus mordiscos carcomían mi piel, férrea delincuente de las noches. Los latidos de esa desaventurada alma al azote de la realidad entregaban su sangre al instante. Y yo, yo no hacía sino cosechar miradas galopantes a la espalda de ese tren, que llevaba mi paladar a los dulces humedales del San Juan.
La humedad de ese cuerpo, antes olas de tu cadera, convertido en un estero natural colapsaban como placas volcánicas ante el fuego ansioso por escapar. Esa mujer, perfumada a herrumbre espiritual; robando amor al viento,la humedad de sus labios fueron suficiente; el sexo había dejado de ser sexo, y esos gritos, como ese fuego fueron apaciguados con amor.
“amor” dijo el joven ante el viento con un beso, y el herrumbre se detuvo, las olas se silenciaron, y ella, simplemente se durmió…